La verdad es que odio las teorías conspiranoicas, pero no puedo negar que como amante del fútbol nunca había visto algo similar ni nunca más lo vi. Tampoco se puede negar que Argentina tenía uno de los mejores equipos de ese Mundial y que se iba perfilando como gran candidato a la final. No era el Diego explosivo del ´86 pero estaba decidido a ganar ese Mundial o morir en el intento. Su motor era la furia, en realidad siempre lo fue pero en ese momento se notó más. Con eso le alcanzaba para volver a ser el mejor jugador del mundo.
No soy amigo de teorías conspiranoicas pero esta es una de las pocas veces que sentí algo raro. Sin embargo soy argentino. No puedo opinar en este tema. Me gustaría que alguien de afuera hiciera un estudio serio sobre lo que pasó y nos diga si nos robaron el Mundial o no lo hicieron.
Mientras tanto abajo les dejo una nota con entrevista incluida a la enfermera gordita, quien resultó había estado casada con un argentino.
Eldoctorlecter
Jueves 11 de agosto de 2016.
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La viuda blanca: Diego al antidoping
Sue Carpenter nunca fue enfermera ni pieza clave de un plan siniestro, pero llevó a Maradona de la mano hasta el control que dio positivo en el Mundial 94. La trama secreta de una historia que todavía nos duele.
Si a un editor de fotografía de un medio argentino le pidieran una imagen, sólo una imagen y nada más que una imagen que resumiera el Mundial de Estados Unidos 1994, seguramente elegiría una escena extrafutbolística. Sería una foto que ya vimos decenas de veces y que no por repetida deja de ser simbólica, esa que muestra el campo de juego del estadio Foxboro de Boston, pero no durante un gol, un festejo ni una acción de juego, sino en el contexto de una aparición inquietante: la de una joven vestida de enfermera y pegada como estampilla a Diego Maradona.
Como una mujer sobre el césped de una cancha es señal de que algo fuera de lo común está sucediendo, un terremoto sacudió el 25 de junio de 1994 después de Argentina 2-Nigeria 1: esa imagen del genio acompañado por una rubia algo rolliza y con un atuendo blanco y cruz verde sobre el pecho se convertiría en la iconografía del desastre.
Es el momento en que Maradona comienza su peregrinación hacia el control antidoping. Lo espera la guillotina y no lo sabe. Tampoco sospecha que, en cuestión de minutos, nunca más volvería a ponerse la camiseta de la Selección. Su fascinante –y a partir de entonces, también tormentosa– relación con la historia de los Mundiales está a punto de apagarse. De la mano de una chica. Y en una imagen para todos los tiempos.
¿Pero quién es esa mujer? ¿Quién se infiltró en la antología más triste del fútbol nacional sin ser jugador, entrenador ni dirigente –ni tampoco hombre–? ¿Quién apareció de la nada en la vida de Maradona y se esfumó con la misma rapidez, todo en un pestañeo, como si no fuera una auxiliar de la FIFA, sino un espectro? ¿Por qué, y sobre todo para qué, se acercó a Maradona esa joven que pocos días después, una vez conocido el positivo por efedrina, se transformaría en el mayor alegato de las teorías conspirativas anti–Diego?
Miles de dardos pasaron a apuntarle. En conversaciones informales de bares y veredas de Buenos Aires y del resto del país nacieron frases que, 20 años después, continúan en vigencia en las redes sociales: “A la gordita la mandó la FIFA” o “Nunca se vio a una enfermera yendo a buscar un futbolista para el control antidoping” o, simplemente, “la rubia lo entregó”.
Esa mujer que emergió y se desvaneció sin que nadie supiera siquiera su nombre, pero sobre cuyas intenciones todavía se conjetura –y, sobre todo, se desconfía–, es estadounidense, nació en Los Angeles, se llama Sue Carpenter y en 1994 tenía 33 años. La primera confusión gira alrededor de su profesión: no era enfermera, sino que trabajaba en la organización de eventos, muchos de ellos deportivos. Durante el Mundial, la FIFA la había designado como auxiliar del control antidoping en Boston. Dos años más tarde, en los Juegos Olímpicos de Atlanta, Carpenter ocuparía otro rol, el de encargada del estadio de Birmingham, la subsede de fútbol. En 1996 nadie la había reconocido hasta que ella misma, durante una charla ocasional ante un grupo de periodistas argentinos, comentó que era la chica que había acompañado a Maradona tras aquel partido contra Nigeria. Los cronistas dudaron algunos segundos –estaba cambiada, con algunos kilos menos y con un peinado diferente– pero, tras su propia presentación, la reconocieron. Carpenter no mostraba remordimiento por un pecado que no había cometido.
En realidad, su irrupción en el día trágico de la carrera de Maradona –y su coprotagonismo en la foto más emblemática del Mundial 94– fue accidental. El libro El último Maradona, cuando a Diego le cortaron las piernas, de Alejandro Wall y Andrés Burgo, reconstruye que Carpenter terminó al lado del 10 por una serie de casualidades y no por una búsqueda premeditada. La rubia esperaba el final del partido junto a sus tres compañeras sin saber que Maradona había sido sorteado para el antidoping. No había nada atípico hasta entonces: el de Estados Unidos 94 fue el único Mundial en el que, por una particular disposición, un policía y una auxiliar –esas chicas vestidas como si trabajaran en un hospital- debían entrar a la cancha para acompañar a los futbolistas desde el campo de juego hasta la sala de control. Creer que sólo hubo “enfermeras” para Maradona es un error. Y también una victimización: las hubo para los cuatro jugadores sorteados en cada uno de los partidos del torneo. Basta con chequear en YouTube el final de esos juegos.
La chica de la foto, la rubia maldita para la inquisición de los hinchas, entró en escena cuando faltaban minutos para que terminara Argentina-Nigeria. Bajo las tribunas de un estadio que se derrumbaba para ovacionar el último esfuerzo de Maradona, un Maradona genial en lo futbolístico y tan resistente en lo físico que corría como si fuera un fondista keniata por el valle del Rift, se produjo un diálogo casual entre dos personas que hasta entonces nunca se habían visto ni tratado. Una era Carpenter, que estaba junto al resto de las mujeres de guardapolvo blanco. El otro era Roberto Peidro, el médico número dos de la selección argentina –detrás de Ernesto Ugalde, en ese momento ubicado en el banco de suplentes–, y que también esperaba el final del partido.
Peidro había llegado a la boca del túnel después de haber sacado con sus manos las bolillas del control antidoping con los números 2, el de Sergio Vázquez, y el 10. Aunque el sorteo se había realizado en el entretiempo en una dependencia del Foxboro, las bolillas elegidas al azar por Peidro permanecieron guardadas en un sobre y finalmente se mostraron a los 30 minutos del segundo tiempo. En medio de la euforia por el inminente triunfo de Argentina y por la nueva reinvención de Maradona, Carpenter se acercó al médico. Entonces nació una charla que torcería el rumbo fotográfico de esta historia:
—Yo estuve casada con un argentino —le dijo Carpenter a Peidro, como se supone que le habría dicho al médico nigeriano si su ex marido hubiese nacido en Abuya, Lagos o cualquier otra ciudad de ese país del oeste africano. Fue ese tipo de diálogos en el que nos acercamos a un desconocido para contarle que, en realidad, tenemos un mínimo contacto en común.
—Ah, sí, ¿de dónde? —le preguntó el médico.
—De Congreso. Nunca pude ir y me quedé con las ganas de conocer —contestó la mal llamada enfermera, que en 1994 ya estaba separada de aquel argentino, de apellido Rodríguez.
—¿Congreso? Yo vivo en Congreso —le correspondió Peidro.
—No lo puedo creer. ¿Qué significa Congreso?
Peidro le explicó entonces que el barrio le debía el nombre al palacio legislativo. Ya estaba por terminar el partido y el médico, que le había caído en gracia a la enfermera, le dijo la frase por la cual se desató el mayor malentendido del doping más célebre del fútbol.
—Andá a buscar a Maradona. Así salís en la tapa de todos los diarios. Vení que le digo que le tocó el doping.
—Pibe, ¿y esta mina?
—Diego, saliste para el doping y ella es la enfermera. Te tiene que escoltar hasta allá —le respondió Mayne Nichools, que muchos años después sería el presidente de la Federación de Fútbol de Chile.
—Perfecto —aceptó Maradona.
Entonces Diego le tendió la mano a Carpenter y se acercó a las tribunas para festejar junto a su esposa, Claudia, y el resto de la mesa chica maradoniana: allí estaban su padre, sus hijas y los profesionales que lo trataban, el preparador físico Fernando Signorini y el personal trainer devenido en dietólogo, o sea el hombre que le había dado las pastillas con efedrina, Daniel Cerrini. Todo era fiesta. Había vuelto el mejor Maradona. No el de 1986, pero sí uno a la altura de su mito.
Su participación en el Mundial había estado en duda pocos meses atrás: su físico le pasaba el costo de tantos excesos y en el primer semestre de 1994 no había tenido un club para jugar durante los fines de semana. Y sin embargo, otra vez, Maradona había renacido. A Grecia le había convertido un golazo y esa tarde, contra Nigeria, había habilitado a Caniggia para el segundo gol tras aquel célebre pedido del delantero: “Diego, Diego”. Recién se habían jugado dos partidos, pero Argentina era un equipo con los colmillos afilados y con derecho a plantearse un objetivo grande.
Maradona se reía camino al antidoping. Se creía limpio. Nadie sospechaba de la efedrina, ni siquiera Cerrini –mucho menos Diego-, aunque esa es otra historia. Estaba radiante cuando le tomó la mano a la enfermera, llegó a pocos metros de la tribuna y le lanzó una broma a Claudia.
—¿Sabés cómo la vacuno a esta? Ahora me voy con ella —gritaba Diego y su esposa se descostillaba de la risa.
En YouTube hay imágenes que no fueron captadas por la transmisión central y que muestran a Diego y a Carpenter en las entrañas del estadio continuando su camino hacia al control. Un país celebraba a la distancia. Un poco por la Selección, pero sobre todo por Maradona. El mito del eterno retorno. Ya en la dependencia del doping, Diego siguió divirtiéndose. Mientras esperaba para orinar —Vázquez, que no había jugado y no estaba deshidratado, lo hizo primero—, empezó un diálogo con Efan Ekoku, uno de los dos nigerianos que habían sido sorteados. El africano le había dejado un corte en la pierna derecha. Diego lo reconoció y dijo en voz alta.
—Uy, al perro este también le tocó el doping.
El último Maradona, cuando a Diego le cortaron las piernas reconstruye que Ekoku le pidió una foto. Maradona le mostró la herida que le había causado y le dijo:
—Hijo de puta, mirá lo que me hiciste.
Todos se reían. También el nigeriano, que no entendía el castellano. Y Maradona se la siguió con onomatopeyas.
—Vos sos un perro, sos un guau guau. —Lo apuntaba con el dedo.
En rigor, en Estados Unidos, la onomatopeya para el ladrido es “arf arf” en lugar de “guau guau”, pero por supuesto daba lo mismo. Lo central es que Maradona estaba despreocupado: no pensaba que le estaban metiendo el perro.
Tres días después, en el atardecer del martes 28 de junio, dos días antes del partido contra Bulgaria y cuando nadie pensaba en la rubia, a Maradona le contaron la terrible noticia: en su orina habían encontrado dos sustancias prohibidas, efedrina y seudoefedrina. En la concentración argentina se desató una catarata de estrategias para salvar a Maradona: el caso Calderé, la invocación a las gotitas de los antigripales Nastizol y Decidex y hasta un sondeo informal —y no de parte de los dirigentes o empleados de la AFA— para que Ugalde se hiciera cargo del error que él tampoco había cometido. Todas estrategias que serían en vano. Y entonces alguien recordó a la enfermera.
—Hija de puta, lo entregó a Diego. La mandaron a propósito.
Maradona fue excluido del Mundial el jueves 30 y lanzó una de sus grandes frases: “Me cortaron las piernas”. La FIFA intentó proteger a Carpenter. De inmediato se dio a conocer un nombre falso, Ingrid María, hasta que recién en 1996, en los Juegos de Atlanta, la supuesta enfermera confesó su nombre: Sue Carpenter.
Pero la villana favorita, la rubia maldita, era inocente.
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