jueves, 4 de agosto de 2016

Ghosts´n´Goblins... ese mítico juego de los 80s en un Gameplay completo, icono de una época.


Un héroe en calzoncillos
En 1985 Capcom nos deleitó con un juego que daría a conocer a Arthur, un caballero andante con la clásica misión de enfrentarse al mal para salvar a una dulce princesa.


La historia de Capcom, en lo que a juegos para recreativa se refiere está jalonada de grandes títulos y reconocidos éxitos de la talla de Street Fighter o Final Fight. La compañía puede jactarse de haber aportado una amplia cantidad de juegos a los salones recreativos que han servido de cuna para muchas de sus actuales franquicias y la han elevado a las más altas esferas de la industria del videojuego. Sin duda, uno de esos grandes éxitos es Ghost'n Goblins. 




El juego, a mitad de camino entre las plataformas y el beat'em up con tintes de aventura, estaba protagonizado por Arthur, un valeroso caballero andante enjuto en su armadura -aunque no demasiado, como bien reza el título de esta crítica-. Capcom conseguía de esta manera introducir a uno de los personajes que a la larga se convertiría en uno de los más conocidos de la historia de los videojuegos, siguiendo en parte la estela marcada unos pocos años atrás por Namco y el entrañable Pacman considerado uno de los primeros videojuegos con protagonista. 


Como suele ser tradicional en este tipo de juegos, el objeto del mismo era rescatar a una princesa de nombre Guinevere, aunque conocida en posteriores entregas como Prin Prin, que había sido raptada por un ser diabólico a las ordenes del mismísimo Satán. Arthur, como no podía ser menos, pronto partiría en su busca, teniendo que afrontar media docena de fases, plagadas de todo tipo de criaturas con oscuros poderes, que constaban de dos actos bien diferenciados -aunque sin división alguna- por el tipo de escenario o localización recorrido, que a su vez servían de checkpoints. 



Había criaturas para todos los gustos, las de los primeros niveles, como los zombies o los espectros, eran bastante asequibles y se podían eliminar de un solo impacto, pero conforme se avanzaba en el juego la cosa cambiaba mucho y tan pronto aparecían enemigos más duros o de mayor tamaño, que aguantaban varios impactos sin pestañear, u otros como los vampiros o las míticas gárgolas rojas -quizás el enemigo con las rutinas defensivas más depuradas que un jugador sea capaz de recordar- que atacaban desde el aire. 



Para hacer frente a todas esas criaturas, Arthur contaba con cinco armas diferentes, todas ellas lanzadas en forma de proyectil, que iban desde la lanza inicial, pasando por la utilísima daga, las desconcertantes antorcha y hacha hasta llegar a la cruz -que en realidad se asemejaba más a un escudo-, la única arma capaz de destruir a Satán. Este arsenal no lo era en realidad dado que Arthur sólo podía llevar una de ellas aunque al menos no se tenía que preocupar de que se le agotasen ya que contaba con infinitas unidades. 




Cada arma tenía sus propias virtudes y defectos pues causaban diferente daño en el enemigo, tenían una mayor o menor cadencia al ser lanzadas, o, simplemente, describían una trayectoria recta o parabólica cambiando con ello la distancia alcanzada. Al principio Arthur portaba la lanza, aunque no tardando mucho tendría acceso a otras diferentes a través de las vasijas que, de vez en cuando, llevaban encima algunos enemigos y dejaban caer al ser eliminados. 

Defensivamente, Arthur, no era un dechado de virtudes, no tenía escudo tras el que esconderse por lo que su armadura era la única protección que le separaba de una muerte segura. La armadura de hierro, que en entregas posteriores gozaría de una especial relevancia, era capaz de soportar un único impacto directo, bien fuese por un proyectil o por contacto directo con el enemigo, y desaparecía instantáneamente cuando este se producía, dejando a Arthur en unos paños menores un tanto horteras, todo sea dicho, algo que resultaba muy llamativo para la época en la que fue lanzado. Perder la armadura no era el fin del mundo realmente, a fin de cuentas Arthur podía recuperarla alcanzando el final de fase o recogiéndola en algunos lugares concretos del recorrido. 


Como se puede ver, conocer la ubicación exacta de estos lugares era un aspecto muy importante del juego, aunque no sólo bastaba con eso sino que además se debía saber la forma exacta de cómo desvelar en ellos el deseado ítem. Afortunadamente, la localización de estos lugares no era aleatoria pues los escondites siempre eran los mismos sitios. Hacerla aparecer era, generalmente, cosa de saltar en el sitio adecuado, por lo que, con algo de práctica, y un poco de memoria, no había excesivos problemas en saber su ubicación exacta dentro de cada fase. 


Las criaturas no eran lo único que podían dar al traste con las expectativas de Arthur, ya que se disponía de un tiempo concreto para finalizar cada fase -generalmente entre tres y cinco minutos por cada acto-. Si el tiempo se agotaba antes de alcanzar el final de la fase Arthur perdía una vida y veía cómo su marcha se retrasaba hasta el inicio de la fase, o en su defecto el checkpoint intermedio, cuando el juego era reanudado. 


El jugador contaba inicialmente con tres vidas aunque podía obtener otras, a modo de extra, alcanzando puntuaciones prefijadas con antelación por la cpu que variaban de un salón a otro, cosa que por cierto también ocurría con la dificultad del juego. 

La duración de una partida completa es estimada, aproximadamente, por encima de una hora. Teniendo en cuenta, eso sí, que al llegar a la última fase, se obligaba a Arthur a retroceder un par de fases para conseguir la cruz, un arma complicada de utilizar debido a su corto alcance, que en muchas ocasiones dejaba indefenso al jugador ante las acometidas de los rivales de mayor entidad o rápidos movimientos. 


Como casi todas las recreativas de la época, Ghost'n Goblins sólo contaba con un único modo de juego, aunque al menos quedaba el consuelo de poder jugar en modo competitivo contra otro jugador, a turnos alternos, eso sí. 

Gráficamente el juego despuntó en su momento, sobre todo por un magnífico diseño de los escenarios con buenos detalles para los escasos recursos técnicos con que se contaba en aquellos años, apreciándose, además, un tamaño de los sprites más que correcto y un buen movimiento generalizado de los enemigos, las armas y el propio protagonista. Como única pega las odiosas ralentizaciones, que hacían acto de presencia en momentos muy puntuales -aunque casi siempre los menos oportunos para el jugador-, al acumularse demasiadas unidades enemigas en pantalla, y que han acompañado a la saga al menos en sus tres entregas en 2D. 



La excelente factura del apartado técnico era completada por una genial banda sonora que destacó especialmente por apartarse del estilo estridente de la época, tópico recurrente de muchos arcades de principios de la década de los ochenta que en muchas ocasiones eran silenciados por los propios dueños de los salones. Su música mezclaba una parte fantasmagórica con otra muy similar a la de los órganos de una iglesia conformando un bloque bastante homogéneo que la hacía pegadiza con lo que no sorprendía escuchar a un jugador tarareándola días después de haber jugado su última partida. 

Los efectos de sonido, no le iban a la zaga, y dada su calidad fueron utilizados en posteriores versiones y aún hoy en día no desentonarían nada en juegos java o incluso en algunos juegos para la 16 Bits portátil de Nintendo. 


Quizás uno de sus secretos era la sencillez de su manejo con un sistema clásicamente arcade de dos botones, uno para el salto y otro para el ataque, algo que en la actualidad sería calificado de pobre. En general, la respuesta del mismo era bastante fiable, aunque sí es cierto que en algunos momentos los saltos de zanjas o similares podrían atragantarse a más de uno, sobre todo porque en esos momentos la armadura se hacía más pesada que nunca. 

Ghost'n Goblins era un prodigio de adictividad, rara era la ocasión en la que tras perder la última de las vidas un jugador no dejaba caer por la ranura otra moneda para probar suerte continuando la partida. Porque claro, el juego no era muy largo, pero terminarlo era harina de otro costal. Su dificultad no era mucho menos extrema, aunque sí es cierto que completar un buen recorrido sólo estaba al alcance de los jugadores más experimentados, curtidos en mil batallas, o los más hábiles, maestros de la improvisación, que debían lidiar con infortunios tan diversos como recoger un arma inapropiada por error, perder la armadura muy pronto, o toparse con algún enemigo emergente sin tener tiempo material para reaccionar. 



A nadie le extraña que un juego como este haya sido versioneado a la práctica totalidad de plataformas de 8 Bits -ordenadores incluidos-, o haya regresado con la misma fuerza en otras dos entregas, y eso sin contar el hecho de haber servido como germen a una interesante y divertida franquicia actual: Maximo. 

En definitiva un pedazo de juego se mire por donde se mire, y que aún hoy, veinte años después de su lanzamiento, sigue tan fresco y radiante como el primer día. 

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