lunes, 4 de julio de 2016

"La virgen de los sicarios", una locura surrealista de los 90s.


LA VIRGEN DE LOS SICARIOS

Siglo XX, principios de la década del '90. Después de treinta años, un escritor colombiano regresa al paisaje de su infancia. No es cualquier escritor sino Fernando Vallejo, uno de los más revulsivos, iconoclastas e irreverentes de su país. No es una ciudad cualquiera sino Medellín, ese templo de la cocaína que hizo famoso al difunto narco Pablo Escobar. Uno de esos territorios en los que "la vida no 

vale nada" dejó de ser una idea cursi, o el verso de una canción, para transformarse en la frase que expresa con precisión –fría, matemática– las alternativas cotidianas. El mayor mérito de La virgen de los sicarios está en el rigor con que el director Barbet Schroeder (Mujer soltera busca) logra reflejar ese estado de las cosas, en su verosimilitud. Claro que, en este contexto, la verosimilitud es una muy poderosa palanca, el vehículo de una andanada infernal, paradójicamente surrealista.
Lo que ha hecho Schroeder es apoyarse en la novela autobiográfica del propio Vallejo (una historia real que se convirtió en best seller y que este mismo escritor adaptó para la pantalla), concentrarse en unos pocos personajes y en una trama sencilla, aunque de mucho espesor. La trama es doble. "Romántica" por un lado, dado que Vallejo, que además es homosexual, al arribar a Medellín se encajeta con Alexis, un adolescente al que conoce en un prostíbulo, y se lo lleva a vivir con él. Socio-existencial por el otro, ya que todo transcurre en Medallo (uno de tantos motes que le han puesto a Medellín; el otro es Metrallo, por las ráfagas de mini-uzi que se acoplan naturalmente al murmullo urbano). 



Y si en Medallo la vida no vale nada es, entre otras cosas, porque buena parte de los jóvenes se desempeñan como asesinos mal pagos de los zares de la cocaína. Alexis es uno de ellos.



Voy a permitirme una digresión antes de continuar. Es posible, y hasta probable, que la Medellín real sea mucho más hermosa, e inmensamente menos sórdida, que la que pinta Schroeder. Lo que importa, en todo caso, es que la de Schroeder se impone como tal. Y que no es la razón ni la explicación, sino el vehículo, de los temas que expone el film.

Entre los rasgos más penetrantes de La virgen de los sicarios está la efectiva combinación de la materia puramente ficcional (es decir, actuada) con un registro de índole documental. Se filmó con cámaras digitales en la mismísima Medellín, y les puedo asegurar que la muerte se huele por todos lados. Muchos de los sicarios son verdaderos chicos de la calle, como así las iglesias, esos raros templos adonde hincarse a rezar o vender y consumir bazuco son tareas indistintas. Sobre la tensión docu-dramática se montan muchos otros contrastes. Los sicarios corporizan otra metáfora: la de ángeles de la muerte. Siempre van de a dos, montados en veloces motocicletas desde las que disparan a sus víctimas para luego fugar con inédita rapidez. Son poco más que niños y matan (y mueren) sin conflictuarse, sin percibirlo casi. Vallejo no es ningún niño –va para los cincuenta–, pero luce tanto o más insensibilizado que los sicarios. Estos cayeron por obra y gracia de la marginación y el consiguiente embrutecimiento intelectual (oportunamente complementado por la adicción a las zapatillas rebook y los minicomponentes Aiwa); el escritor por la vía opuesta: es culto y consciente pero, a la vez, insuperablemente cínico, oscuro, escéptico. Como si el conocimiento lo hubiese condenado a una impotencia amarga, irreductible... reaccionaria incluso. A poco de llegar dice: "La vida es muy corta y cuando menos lo pensamos este negocio se acabó. Estoy viviendo horas extras, vine a morir aquí." Poco después le oiremos comparar a los pobres... con las ratas. Lo que le sobra a Vallejo es dinero. Esto le permite hacer de sus días una especie de paseo permanente, sin rumbo ni planificación, acompañado por su niño-amante. Dos muertos vivos, se diría, vagando por las calles de Medallo.

Hay momentos en los que el personaje del escritor (muy bien compuesto por el actor colombiano Fernando Jaramillo) peca de verborrágico: "ya nadie vale nada...", "la gloria es una estatua cagada por las palomas", "cuando la humanidad se sienta en sus culos a ver a 22 tipos corriendo detrás de una pelota estamos jodidos" y otras frases redundan al lado de imágenes que, antes y después, expresan aquello mismo con mayor contundencia. Especialmente si se tiene en cuenta que Vallejo no tarda en asumir rasgos marcadamente desagradables, que complican la identificación del espectador. Pero la lógica y la potencia del film terminan subordinando a este hombre a las imágenes... y a otros sonidos más apropiados que las palabras.

Las canciones a todo volumen que escuchan sicarios y taxistas, por ejemplo, llegan a encarnar otra cadena de metáforas contrastantes: como si de la música al aturdimiento no hubiera más que un paso, y ese paso se zanjara inevitable, irreversiblemente en Medellín. Los fuegos artificiales también asumen la naturaleza de un símbolo arrollador, toda vez que cierta noche, desde el balcón de su departamento céntrico, Vallejo y Alexis los ven surcar el cielo esplendorosamente. Lo que se celebra, hace saber el chico, es que... acaban de colocar otro cargamento de droga en Estados Unidos.



La virgen de los sicarios renuncia a moralejas imposibles, fáciles, y esta es una de las cosas que la ponen muy por encima de Hombres armados, la película de John Sayles que, por lo demás, abordaba un tema similar. El film del iraní (sí, Schroeder nació en Teheran en 1941, aunque muchos lo tengan por europeo) se limita a abrir una ventana al infierno. El paraje no es exactamente hermoso. Pero vale la pena asomarse.

Ver nota acá http://www.cineismo.com/criticas/virgen-de-los-sicarios-la.htm

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